Hoy, 11 de septiembre, celebramos la memoria litúrgica de San Juan Gabriel Perboyre, en el contexto de este especial Mes Vicentino.
Compartimos las reflexiones que, en torno a su figura y en especial a su santidad, hacía el Padre André Sylvestre, C.M., antiguo visitador de la Provincia de Toulouse, en vísperas de la canonización de nuestro santo, por allá por 1996.
La santidad, una herencia de familia
Juan Gabriel nació en una familia de fe profunda, porque la santidad de los niños se prepara en el regazo de las madres y de las abuelas, y se alimenta con la fe de sus antepasados. Ya un tío de Juan Gabriel, Santiago Perboyre, 1763-1848, hermano de su padre, se había hecho misionero de la Congregación de la Misión y había intentado ir como misionero a China. Durante la Revolución y bajo el régimen del Terror, había llevado la vida peligrosa de un proscrito, celebrando misa y distribuyendo los sacramentos en la clandestinidad, siempre expuesto a ser arrestado y condenado a muerte, como así les sucedió a unos veinte compañeros suyos.
Después del invierno de esos terribles años, sobrevino una renovación religiosa, una especie de primavera, que vio florecer numerosas flores de santidad. Tan es así que en el hogar de Pedro Perboyre y María Rigal, todas las noches se hacía todas las noches la oración en familia. De los ocho hijos que tuvieron, seis se consagraron al Señor. Tres chicos se hicieron Misioneros, dos chicas Hijas de la Caridad y una tercera Carmelita.
Una santidad precoz
Ocupémonos ahora a Juan Gabriel, que fue el primero en responder a la llamada del Señor. Era el mayor de la familia; además, su seriedad le daba sobre todos sus hermanos y hermanas, y sobre sus compañeros, una autoridad que todos reconocían. Por ello, a veces, cuando el Sr. Párroco se veía obligado a ausentarse del catecismo por cortos períodos, él lo sustituía. Su actitud en la iglesia era ejemplar; así lo atestiguaban, hacía 1845, sus antiguos compañeros de clase. El Párroco, que percibía su inteligencia, en el catecismo le preguntaba a veces cuestiones un poco difíciles, y decía: «¡A ver, nuestro pequeño doctor!». Vistas sus excelentes disposiciones, le hizo recibir la Primera Comunión a los 11 años, cuando generalmente se hacía a los 14 años.
Juan Gabriel tenía una excelente memoria, y los domingos, cuando volvía a casa, repetía, para los que no había podido asistir a misa, lo esencial del sermón del Párroco, provocando el asombro admirativo de su padre. Sus antiguos compañeros, cuarenta años más tarde, declaraban que, al hablar de él en Montgesty, ya se decía: el Pequeño Santo.
Pues bien, nuestro pequeño santo no pensaba aún en el sacerdocio, o, cuando menos, nunca había hablado de ello. La cuestión llegó a plantearse de forma fortuita. A la edad de 15 años sus padres le enviaron a acompañar a su hermano más pequeño, Luis, que tenía 10 años e iba a empezar los estudios en el Seminario fundado por su tío Santiago en Montauban. Al cabo de tres meses, su tío Santiago lo vio con tales disposiciones de piedad y de inteligencia, que le propuso seguir los estudios con vistas al sacerdocio. Se lo propuso a su hermano Pedro, padre de sus dos sobrinos. En aquella circunstancia delicada, Juan Gabriel se mostró extraordinariamente obediente a lo que parecía ser la voluntad de Dios, y al mismo tiempo se manifestó deferente y disponible ante el deseo de sus padres.
Durante los tres años y medio que pasó en Montauban había llamado la atención de todo el mundo por su seriedad y su piedad. Uno de sus profesores dirá más adelante acerca de él: «Nunca pude notar en él la más pequeña ligereza o la menor disipación«. Solía pasar largos ratos en la capilla.
Ayudaba gustosamente en su trabajo a los que le pedían ayuda, y uno de ellos dirá más tarde: «Su condescendencia conmigo era admirable».
El P. Rossignol, que fue compañero suyo en el noviciado en Montauban, escribirá al tío Santiago después de la muerte de Juan Gabriel: «Su obediencia era tal que no creo que se pueda llegar más lejos en la renuncia a sí mismo. En cuanto a la mortificación, no dejaba pasar ninguna ocasión de practicar esta virtud. Podría Vd. pensar quizás que su virtud tenía algo de austero y rígido. Nada de eso, era alegre y muy amable, en recreo…Un alma verdaderamente pura y en la que el soplo del mal no había penetrado nunca».
«Yo estaba contrariado al verle tan perfecto, le diré incluso que he intentado varias veces ponerlo a prueba, pero siempre lo hallé invulnerable. No creo que sea posible que un novicio sea capaz de llegar más alto en la perfección».
Era muy atento y mirado con el personal de la casa, y todos aquellos de quienes se despidió han conservado de él un tierno recuerdo.
Juan Gabriel llegó a París para estudiar teología en enero de 1821. También allí dejó entre sus compañeros de estudios el recuerdo de un santo. He aquí lo que dirá uno de ellos cuando se hizo la investigación después de su martirio:
«Alrededor de él se respiraba un perfume de santidad que edificaba. Jamás noté en él la menor falta. A veces se acusaba de faltar a la mansedumbre, mas yo nunca pude saber en qué faltaba. Sobre él se podrá decir todo el bien que se quiera, pues creo que será imposible exagerar. Se quedaba uno admirado al verlo tan perfecto en todo y por todo«.
En su función de formador
Después de sus estudios teológicos, Juan Gabriel fue enviado durante algún tiempo como profesor al colegio de Montdidier en la diócesis de Amiens. Su bondad y su afabilidad le ganaron todos los corazones.
Ordenado sacerdote el 23 de septiembre de 1826, fue destinado al Seminario Mayor de Saint-Flour como profesor de Dogma. Los seminaristas lo querían mucho por su bondad y su cordialidad, por eso muchos de ellos le rogaron que fuera su director espiritual. Uno de los profesores dijo un día a los seminaristas: «Veis; el P. Perboyre es un santo. No dudo de que ha conservado la inocencia bautismal«.
Preparaba su enseñanza con el estudio, como es normal, pero sobre todo con la meditación. Decía de sí mismo: «El primer y último libro que debemos consultar es el Crucifijo«.
A petición del obispo de Saint-Flour, Mons. de Salamon, que había llegado a conocerlo y a apreciarlo, tuvo que encargarse de la dirección del Seminario Menor. Tenía con él colaboradores diocesanos, que, también guardaron de él el recuerdo de un santo. Uno de ellos da el siguiente testimonio, diciendo:
«Poseía todo lo que de bueno se puede desear en un buen superior. Debió de aprender a obedecer bien, para mandar como él lo hacía, nunca con una palabra dura, nunca con un tono imperioso, él nos cuidaba como a la niña de sus ojos».
Otro es de la misma opinión, cuando dice:
«Si tuviera que señalar los defectos que vi en él, confieso que me costaría mucho, porque nunca descubrí en él ni la sombra de una imperfección«.
En cuanto a los empleados de la casa, llenos de admiración decían de él:
«¡Ah, qué hombre más santo! Que agradable resultaba trabajar bajo sus órdenes. ¡Que bien sabía consolarnos en nuestras penas! ¡Que interés más conmovedor sentía por nuestra salud!».
El portero lo ponderaba dando este testimonio: «A menudo tenía yo ocasión de molestarle; pues bien, nunca pude notar ni en su porte ni en sus palabras el menor signo de contrariedad».
En la dirección del Seminario Menor, el P. Perboyre triunfó por encima de toda esperanza. Todos, empezando por el Sr. Obispo, creían que el resultado se debía sobre todo a la santidad del joven superior, y los Vicarios Generales no escatimaban elogios acerca de él. El superior del Seminario Mayor, P. Grappin, Paúl, hacía de él el siguiente juicio:
«El P. Perboyre es el hombre más cabal, que conozco: es un hombre de Dios, cuya presencia no pierde ni durante un segundo».
En la ciudad de Saint-Flour hubo una contrariedad general, cuando se supo la noticia de su traslado a París en otoño de 1832.
Había sido llamado por el nuevo Superior General, P. Salhorgne, para ayudar e incluso suplir al director del Seminario Interno ya de edad avanzada. El P. Salhorgne se había enterado de la actividad de Juan Gabriel en Montdidier y en Saint-Flour, y por ello no dudó en llamarlo para un cargo tan delicado: la formación espiritual de los candidatos a la Misión.
De este período que va desde el otoño de 1832 a comienzos de marzo de 1835, es decir, dos años y medio, disponemos de dos testimonios extraordinarios sobre la santidad del P. Perboyre. Uno es de un sacerdote diocesano, Sr. Girard que ingresó por entonces en la Compañía a la edad de 43 años y que debía llegar a ser más adelante superior del Seminario Mayor de Argel. Buen conocedor de hombres, también su testimonio merece ser citado íntegramente:
«La primera vez que le vi, fue con el P. Etienne, que entonces era «Procurador General de la Congregación. Ambos estaban de pie y yo ante los dos. El P. Perboyre conservaba un porte tan humilde y tan modesto que lo tomé por un Hermano Coadjutor de la Congregación. Lo que me llamaba la atención era que el P. Etienne parecía hacerle mucho caso y tenía mucha consideración con él. Sin embargo, aquel hermano tan pobre, tan silencioso, que tenía para mí el aspecto de Nuestro Señor doliente, me evocaba y me hacia el efecto de un santo». Después de que salió de la habitación, quedé estupefacto, cuando el P. Etienne me dijo que aquel hombre tan pobremente vestido era «el Director del Seminario…Yo lo había considerado como un Hermano Coadjutor, y me costaba verlo como Maestro de novicios, y más de oírlo, porque no había dicho nada en aquella entrevista…Me había parecido ver en su persona todas las virtudes que había leído en las Vidas de Santos».
«Después de muchos años, sentía ganas de hallar un santo; me parecía que si Dios me concedía esa gracia, sería para mi una buena suerte que contribuiría a mi santificación. Todo lo que había visto hasta entonces no acababa de satisfacer a la idea que yo me había hecho de un santo. Al ver al P. Perboyre, me pareció que Dios había escuchado mis deseos. En efecto, era tan santo, que no vi en él ninguna falta en palabras o en obras, por más que lo observé atentamente durante los seis meses que pasé con él en la mayor intimidad… La santidad parecía que se había introducido en su sangre, y no sé si uno puede ser más santo. Por eso, yo había llegado a decir varias veces a unos compañeros antes de que fuera mártir: «¡Ya verán cómo el P. Perboyre va a ser canonizado!».
El otro testimonio lo ha aportado uno de sus jóvenes seminaristas, que fue más tarde párroco de Santa Ana de Amiens, el P. Aubert. He aquí cómo describe la escena, de la que fue varias veces testigo.
«Cuando era su monaguillo, vi varias veces sus pies enteramente separados del suelo, a veces más, a veces menos. Ignoro si la adherencia cesaba por entero. Sin embargo, afirmo que, una vez el desprendimiento de los pies era tan notable, que veía fácilmente las suelas de sus zapatos, y si aún tocaba la tierra sólo era con la punta del calzado, y de una manera físicamente imposible para mí. Otra vez en una circunstancia parecida, él me llamó cerca de él en el momento de la elevación y me dijo: «Mira bien la Sagrada Hostia», y después «¿ves algo?» Yo tuve que responder negativamente y regresé a mi sitio. Nuestro santo cohermano trataba cuidadosamente de mantener oculto al público todo lo que hubiera podido parecer extraordinario, y todo lo que, aunque fuera un poco, pudiera hacerlo estimar».
Estos dos testimonios referidos al P. Perboyre en dos circunstancias excepcionales son la prueba de una santidad que se esforzaba en mantenerse oculta. Pero su irradiación era tal que un cohermano eminente, como el P. Etienne, cuando escribió la vida del mártir poco después de su muerte, declaró:
«Es imposible llevar la afabilidad más lejos de lo que él lo hizo. Se le puede aplicar justamente lo que el Profeta decía del Salvador que no rompería la caña ya torcida y que no apagaría la mecha que aún humea. Es imposible concebir que se pueda ejercer un mayor dominio sobre sí mismo: siempre sereno, parecía impasible en medio de acontecimientos los más a propósito para conmover la naturaleza. Una serenidad angelical estaba patente en todos sus rasgos. No se podría citar ninguna circunstancia de su vida en la que su pudiera notar la menor impaciencia. Esta virtud era en sus manos la llave que le abría la entrada de todos los corazones, y el medio que le hacia conseguir las conversiones más difíciles. Su afabilidad era perfecta, de los numerosos discípulos que dirigió, no hay uno que pueda citar una palabra severa salida de su boca. Ellos le han conservado un afecto inalterables y esto hay que atribuirlo al encanto de su afabilidad».
Juan Gabriel explicaba a sus seminaristas que Jesús era la luz y el ideal que había que imitar, y ponía en la boca de Cristo estas palabras: «No os he dado el ejemplo de las virtudes para que hagáis de ellas el objeto de vuestra admiración, sino de vuestra imitación». Y añadía, predicando con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo:
«Los santos del cielo no son más que retratos de Jesucristo resucitado y glorioso, igual que en la tierra son los retratos de Jesucristo doliente, humillado y en acción…Tengamos los ojos continuamente fijos en Jesucristo, entremos en todos sus sentimientos, hagámonos con todas sus virtudes«.
Juan Gabriel había resumido su enseñanza sobre la conformidad con Jesucristo en esta oración que él había compuesto:
«¡Oh divino Salvador mío haz por tu omnipotencia y tu misericordia infinita que me cambie y me transforme enteramente en Ti. ¡Que mis manos sean las manos de Jesús! ¡Que mi lengua sea la lengua de Jesús! ¡Que todos mis sentidos y mi cuerpo no sirvan sino para glorificarte! Pero sobre todo transforma mi alma y todas mis potencias :¡que mi memoria, mi entendimiento, mi corazón sean la memoria, el entendimiento y el corazón de Jesús! ¡Que mis actos, mis sentimientos sean semejantes a tus actos y tus sentimientos y que igual que tu Padre decía de Ti: «Yo te he engendrado hoy, Tú puedas decirlo de mí, y añadir como tu Padre celestial: «¡He aquí mi Hijo muy amado, el objeto de todas mis complacencias!«.
Esta oración refleja perfectamente el esfuerzo de total conformidad con Jesucristo realizado por el P. Perboyre y propuesto como programa espiritual a sus seminaristas. La conformidad con Jesucristo es el elemento central de la espiritualidad sacerdotal. Juan Gabriel se entregó toda su vida, día tras día, a conformar su vida con la de Jesucristo. Hubiera podido decir con pleno derecho como San Pablo «¡No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí!».
Él recibió la gracia de convertirse en un perfecto imitador de Cristo hasta en su Pasión y su muerte. En efecto le veremos seguir paso a paso y realizar en su carne las diversas fases de la Pasión de Cristo.
Esta voluntad de imitar a Cristo hasta en su pasión, la comparte con los seminaristas cuando les enseña el hábito que llevaba el P. Clet en el momento de su ejecución, y la cuerda con la que había sido estrangulado. Les dijo:
«¡Ved el hábito de un mártir, ved el hábito del P. Clet! ¡Mirad la cuerda con la que ha sido ahorcado! ¡Que dicha para nosotros, si un día tuviéramos la misma suerte!».
Después que los seminaristas habían salido de la habitación, tomó aparte a uno de ellos y le dijo: «Reza mucho, para que mi salud se fortalezca y pueda ir a China, para predicar allí a Jesucristo y morir por Él!».
Desde que su hermano Luis murió durante el viaje que debía llevarlo a China, Juan Gabriel estaba misticamente cierto de que debía ir allí a sustituirlo. Vivía con esa perspectiva, y escribe su alegría a su tío.
Los seminaristas, que estaban enterados de aquel deseo, quedaron entusiasmados cuando supieron que, efectivamente, se iba a ir, y algunos de ellos se propusieron partir con él; así le querían y admiraban.
Las despedidas en el patio de la Casa Madre se dirigían más que a un cohermano y amigo, a un santo que se marcha adonde Dios le llama, a una vocación misionera, que se presentía debería ser coronada, según su deseo, por el martirio. El Padre General, P. Salhoregne, no estaba menos conmovido que los demás cohermanos, cuando se arrodilló, como lo hicieron todos, en el suelo para pedir a nuestro héroe su última bendición.
Hacia las cumbres
Nuestro misionero se embarcó en El Havre el sábado 21 de marzo de 1835. Llevaba como compañeros a los cohermanos Gabet y Perry, que todavía eran sólo diáconos. Las relaciones con la tripulación fueron excelentes a lo largo de los tres meses que duró el viaje de El Havre a Batavia. La influencia del P. Perboyre sobre los oficiales y marineros fue tal, que en el momento en que, después de despedirse, nuestros misioneros abandonaron el barco, los miembros de la tripulación, al cambiar impresiones entre ellos, decían de Juan Gabriel: «¡Ése, ése es un verdadero santo!».
Tomaron un barco inglés en Batavia, que les debía llevar primero a Surabaya, y finalmente a Macao. Los misioneros franceses de Macao, PP. Danicourt y Torretteapprenant, estando para llegar el P. Perboyre, escribieron a París manifestando su alegría ante la buena noticia, pues la reputación del subdirector del Seminario Interno había llegado hasta ellos: «¡Lo que han mandado ustedes a China es verdaderamente un tesoro!».
La santidad de nuestro héroe no le impide apreciar los encantos del viaje y las distracciones fraternas: un santo triste sería un triste santo. Así en Surabaya, con sus compañeros de viaje va a bañarse en el mar. Hacen también algunas excursiones por las costas de Java y de la isla vecina de Madura. Durante el período que le va a llevar primero a Macao, y luego hasta su misión, va a disfrutar con un placer manifiesto, de lo que se hacen eco sus cartas, los gozos de la amistad. Efectivamente, se encuentra en Macao con el P. Torrette, antiguo condiscípulo suyo. Cuando va para Kiangsi pasa unos días con el P. Laribe, natural, como él, de la diócesis de Cahors; pudieron hablar en la lengua de su tierra, el «quercynol», e intercambiar noticias y recuerdos. A continuación va donde el P. Rameaux, que tenía la misma edad que él y había sido ordenado también en 1826, pero en Siontauban, donde había conocido bien al tío Santiago Perboyre.
Una vez llegado a los lugares de su misión, Juan Gabriel va a dedicarse de lleno al trabajo apostólico. Pero en los designios de Dios, es preciso que lleve a cabo en sí la semejanza más perfecta con Cristo, su modelo. Va a sufrir dos pruebas graves. Apenas hubo llegado a los lugares de su apostolado, sufre una fiebre maligna que lo deja completamente extenuado, hasta el punto de que hubo de administrársele los últimos sacramentos. No llegó a recuperarse hasta pasar dos o tres meses más tarde, en noviembre. A esta prueba física le sucedió otra de orden espiritual. Estaba persuadido de que era un obstáculo para la gracia, y convencido de su inutilidad. Asimismo entró en una noche de la fe hasta el punto de creer que estaba condenado. Esto fue para él durante unas semanas una verdadera agonía; de ella el mismo Cristo lo libró apareciéndosele y confortándole. Un cohermano chino, que había trabajado largo tiempo con él, tenía una opinión enteramente distinta sobre su persona; decía a quien quería oírle: «¡Es un santo viviente!».
A partir de su llegada a los lugares de su misión en agosto 1836, una serie de acontecimientos van a completar en nuestro mártir una extraordinaria semejanza con Cristo hasta en los detalles de su Pasión. El Santo Padre León XIII se complacerá al destacarla en el Breve de Beatificación.
Durante uno de los largos interrogatorios que le hicieron sufrir sus jueces, una vez le forzaron a revestirse los ornamentos sacerdotales que habían sido confiscados en la misión. Al verlo así revestido, lleno de majestad recogida, los testigos de la escena exclamaron llenos de admiración: «¡Es el dios Fuo, el dios Fuo vivo!», es decir, la encarnación de Buda.
Y en la cárcel la paciencia y la mansedumbre de Juan Gabriel impresionaron de tal manera a los demás presos y a los guardianes, que le trataban con respeto, y que al término de su cautiverio trataron de rodearlo de cuidados y de atenciones.
Juan Guitton en su libro «Portrait de Marthe Robin» decía que «sería bueno que el momento inicial (el que funda nuestra fe, la Pasión de Cristo) se reproduzca. La historia de los santos es esta reproducción: es bueno y es hermoso que haya sobre la tierra imitaciones de la Pasión» (p.239).
Juan Gabriel ha sido, de un modo perfecto, una de esas imitaciones, uno de esos testigos vivientes de la Pasión de Cristo. No le ha faltado nada: la agonía, la traición por 30 monedas de plata, el prendimiento, el envío de un tribunal a otro, el Cireneo, el abandono por parte de los suyos, la negación de un compañero fiel, la corona de espinas, el suplicio sobre un patíbulo en forma de cruz, con los bandidos, el reparto de sus vestidos.
Algún tiempo después de la muerte del mártir, el P. Huc, que pasaba por aquella región hizo su averiguación sobre los hechos y he aquí lo que escribió:
«Cuando el P. Perboyre fue martirizado, una cruz grande, luminosa y dibujada perfectamente apareció en el cielo…Muchos paganos fueron testigos del prodigio, y unos a otros se dijeron: «Mirad el signo que adoran los cristianos…; quiero servir al Dueño del cielo…».Según la investigación hecha por Mons. Rizzolati, fue vista en el mismo sitio del cielo por un gran número de testigos, cristianos y paganos, que habitaban en distritos muy alejados unos de otros. Monseñor además interrogó a los cristianos que habían conocido al P. Perboyre, y todos declararon: «que ellos siempre lo consideraron como un gran santo».
Que nuestro mártir haya sido considerado como un gran santo a los ojos de sus cristianos, no tiene por qué extrañarnos. Los últimos años de su vida misionera y las circunstancias de su pasión y de su muerte lo demuestran abundantemente. Pero es que es toda su existencia la que ha sido una subida hacia la santidad; poseemos los testimonios de ello en las diversas etapas de esta vida tan plena.
En conclusión
La Compañía y la diócesis de Cahors, con la canonización del P. Perboyre, van a alegrarse de poder honrar a un santo, cuya santidad amabilísima se ganaba todos los corazones. Hay a veces santos cuyo exterior puede parecer rudo. Tal fue el caso de Alano de Solminihac, cuya beatificación han obtenido la diócesis de Cahors y los Canónigos Regulares. Este amigo de San Vicente fue, en el siglo XVII, un obispo ejemplar. Sin embargo, San Vicente escribe sobre él a las Hijas de la Caridad que envía a Cahors: «Es una persona que se haría problema de conciencia de una palabra dicha por halagar…, pero es un prelado, a quien se le tiene por santo (Coste, X.578-580 IX, 1111).
Su voluntad reformadora a toda costa le atrajo la hostilidad de una parte de su clero. El actual Vicario General me decía: «Cuando se ha tratado de su beatificación, hemos buscado en los documentos y en los archivos del obispado datos para dar con un retrato del nuevo bienaventurado, que dieran de él un rostro en el que apareciera amable; pero no los hemos hallado. En todos sus retratos siempre tiene un aire áspero y poco atrayente».
Ese no fue ciertamente el caso de Juan Gabriel: todos están de acuerdo en reconocer en él un aire alegre y afable, y, resumiendo todo, una santidad radiante, como fue la del mismo Cristo.
Fuente: https://vincentians.com